El Madero azul
Azucena miró el antiguo reloj de pared y se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde.
Desde que había cumplido los siete años ayudaba a su abuela Amelia levantando y fregando los cacharros de la mesa; pero ahora -con nueve- las tareas del hogar habían aumentado. Y así cada vez le podía dedicar menos tiempo a la confección de sus trenzas ¡Eso sin contar cuánto había crecido su cabello! Húmedas aún, puso sus manos a bailar y, en menos de lo que chilla un relámpago, ya había dividido y ensortijado prolijamente su pelo castaño.
Pinceló de menta sus dientes, iluminó con cariñosos besos las mejillas de la abuela, tomó su mochila y luego partió veloz rumbo a la escuela.
Sólo calles de tierra y unas pocas casas bajas; el pueblo era chico y todos se conocían; Azucena saludaba sonriente a los vecinos, con su boquita donde los ratones habían robado una paleta, sin acordarse de recompensarla debajo de la almohada.
Todavía faltaba un rato para el toque de la campana cuando se encontró -como lo hacía todos los días desde primer grado- con su amiga Evelyn Gutiérrez. Allí estaba ella: primorosa de los pies a la cabeza, con el delantal blanquísimo que guardaba su figura regordeta, sosteniendo una enorme pila de libros.
-¿Lista ya?- dijo Evelyn, correteando hacia la zona de juegos.
-¡Lista!- contestó Azucena y la siguió entusiasmada entre los senderos floridos de la diminuta plaza de “Villa Lucerito”.
Cuando las dos niñas llegaron al arenero, se saludaron con un beso. Evelyn cargó los libros en los brazos de Azucena y se sentó en una punta del madero azul. Azucena hizo lo mismo en el otro extremo y, por efecto del peso de los libros, inmediatamente quedó tocando el suelo. Mientras, en ese mismo instante, su amiga alcanzó la cumbre.
Así -casi inmóviles- pasaron unos minutos, hasta que Evelyn preguntó desde arriba:
-¿Te estás aburriendo?
-No…- contestó Azucena, tratando de disimular su desencanto y mirada perdida en el horizonte.
Esta escena se repetía todos los días… Todos, menos los fines de semana, que no había clases. Entonces Evelyn salía de paseo y de shopping con sus padres, que tenían mucho dinero y no sabían qué más hacer para darle todos los gustos a su única hija.
En cambio Azucena se quedaba en casa tejiendo al crochet, atendiendo el gallinero, la huerta o jugando con su perra Macramé. A veces, montada a caballo del viejo olivo del fondo, pensaba en cómo sería la vida si aún vivieran sus padres. O si hubiera nacido en la ciudad. O si ella y su abuela no pasaran tantas penurias económicas.
Pero otras veces, daba gracias al cielo de que nunca les faltaran alimentos, que tuvieran casa y abrigo y que la abuela estuviera bien de salud. El maestro Ricardo siempre les decía: “Nunca olviden que aquí cerquita nomás, hay otros niños que pasan hambre”.
Azucena tenía los mismos ojos café de su mamá y el pelo lacio de su papá. Se pasaba horas contemplando las poquitas fotos que atesoraba de cuando era bebé. La abuela Amelia las había conservado y se las había dado cuando cumplió los seis. Ella era su única familia, que la mimaba y la cuidaba. Su sueño era terminar la escuela primaria y trabajar ayudando a los más abandonados; aunque también sospechaba que dada su pobreza, era muy poco lo que podría hacer.
A veces trataba de hablar de eso con su amiga Evelyn, mientras estaban sentadas en el tronco azul, pero Azucena sentía que a su compañerita esos temas no le importaban demasiado; ella vivía en su universo de muñecas Barbie’s y decía que esas eran cosas de grandes. Que mejor no meterse. Siempre le contaba que su papá se quejaba de la política y de “…los vagos que cortan las calles fastidiando a los que queremos trabajar”.
Se acercaba el verano y con él, el final de las clases.
Las dos amiguitas seguían cumpliendo el ritual del tablón azul.
Una tarde Evelyn, desde las alturas, le volvió a preguntar “¿Te aburrís?”
No era la primera vez que su amiga le hacía esta pregunta, pero hoy estaba decidida a tomar valor y decirle la verdad.
–No… no sé…yo, quiero decir… bueno…¡Sí, me aburro!
Mirándola desde lo alto y sin pestañear, Evelyn escuchó la voz de su amiga.
–Ya estoy un poco cansada de que todos los días usemos este tonto juego. Vos sabés que mi abuelita no me deja salir mucho por los peligros que cree pueda haber, porque, como ella me cuida, tiene miedo de que me pase algo malo. También sabés que hace mucho tiempo que al único lugar que puedo venir es a la plaza a divertirme un rato antes de entrar a la escuela… Pero me aburro jugando siempre, siempre el mismo juego…
A esta altura, Azucena sentía sus cachetes más rojos que el malvón que su abuela tenía en la maceta del fondo. Después, tomó coraje y gritó “¡No ves que estos libros pesan un montón y los tengo que tener siempre yo…!”
Evelyn se quedó muda. Sus ojos parecían querer escapar. Luego de un instante y al ver que su amiga esperaba una respuesta, le dijo:
-Perdoname, lo que pasa es que son libros que me compra mi papá cuando viaja a Buenos Aires. Los traigo para hacerle creer que en este rato me pongo a leer, y como no los leo… Además, como vos sos tan buena, y un día me dijiste que me los ibas a sostener mientras jugábamos, ¿te acordás?
-¡Sí, pero en ese momento eran nada más que dos…y ahora…!
La pequeña Evelyn no aguantó más y se puso a llorar.
-No llorés... -le dijo haciendo pucheros y prosiguió- Mirá, se me ocurrió una idea: Antes que estar acá sentadas mirando el cielo y la arena, si tenés ganas, desde mañana, cada vez que nos encontremos, yo voy a leer para las dos. Cada libro que terminemos será uno menos que tendrás que traer. Y así, en poco tiempo, se acabarán los problemas, ¿qué te parece?
Evelyn se secó los mocos y aceptó gustosa la propuesta.
Desde ese día, las niñas se juntaban como siempre en el madero azul, pero ahora compartían la lectura. A medida que pasaba el tiempo y que iban terminando libros, Azucena, desde abajo, se daba cuenta de qué hermoso era leer en voz alta y Evelyn, desde lo alto, disfrutaba de los relatos narrados por su querida amiga.
Historias de piratas, de caciques, de princesas, historias de monstruos, poemas, fábulas… ¡Si hasta les gustaba aprender sobre dinosaurios, historia y geografía! Azucena, de vez en cuando, alzaba el libro para que Evelyn se deleitara con las curiosas imágenes y le hacía muecas y se divertían mucho.
Así pasaron varias semanas y ellas, de a poquito, fueron almacenando conocimientos. Mientras tanto, la pila de libros se fue haciendo cada vez más y más pequeña.
Una tarde, ya casi al terminar el año, en el medio de una lectura emocionante, Evelyn interrumpió a su amiga:
-¿¡Pero, te diste cuenta …!?
Azucena, sorprendida por el grito, dejó caer el libro. Sus ojitos café se agitaron como el vuelo de las mariposas.
-¿Qué pasó…?- dijo, mientras miraba a su alrededor. Y en ese instante, se dio cuenta.
Algo asombroso había sucedido…
Resulta que, como por arte de magia, ahora era Azucena la que estaba en la parte de arriba del madero azul. Desde allí todo se veía extraño, distinto, maravilloso… Las dos amigas comenzaron a reír sin parar… Porque todo esto era también muy raro para Evelyn, que siempre había estado mirando las cosas desde arriba. Ahora, ella, más cerca del suelo, y del mundo, tomó un puñado de arena con sus manos y disfrutó esa nueva y fresca sensación.
¡Arriba! ¡abajo! ¡arriba! ¡abajo! Entre carcajadas y sacudones, las chicas habían descubierto que ese madero les permitía volar.
-¡Dale, empujá fuerte Azucena!
-¡Esperá… que de tanto reírme no tengo fuerzas…! ¡Ahí va… ja, ja ja, qué divertido!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Pasaron veinticinco años. La última vez que Azucena había visto a Evelyn fue a la salida de la escuela, el último día de clases. Después, sus padres se mudaron a Buenos Aires y el tiempo y la distancia las separaron.
Azucena miró el antiguo reloj de pared y se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde para reencontrarse con su amiga.
Caminó a paso resuelto, aunque las piernas le temblaban… ¡Veinticinco años! ¡Por dónde empezar! Mientras recorría una vez más las calles familiares de su pueblo, iban silbando en su cabeza los recuerdos… El guardapolvo blanco, las trenzas, la abuelita Amelia y sus deliciosas tartas de manzana, la plaza, Evelyn, los libros, el tronco azul…
Hoy, que era toda una mujer, podía comprender muchas cosas. Estaba feliz por haberse animado a hablar con Evelyn aquella tarde cuando, gracias a su idea, se divirtieron y llenaron de conocimientos.
Cuando -casi sin darse cuenta- una se puso en el lugar de la otra.
Hoy, con la carta de su querida amiga entre las manos, con esa carta en la cual le contaba cómo aquéllos libros poco a poco la habían motivado a cambiar su forma de ver la vida, caminaba feliz para encontrarla. Hablarían de todo -pensó- le contaría de su labor como maestra rural, de la esperanza y la lucha de todos los días, y Evelyn seguramente haría lo mismo, aunque ya le había anticipado en el mensaje sobre su trabajo social en el Hospital de Niños de Buenos Aires.
¡En qué hermosas personas las habían convertido esos libros!
Ni bien dio la vuelta a la manzana de los sauces los pudo ver. Una bandada de niños y mujeres que sostenían una gran pasacalles. Azucena leyó:
“GRACIAS POR ENSEÑARME EL VALOR DE LA LIBERTAD” Evelyn
¡Ya no pudo más! Corrió, y -de entre toda esa gente- una joven de delantal blanquísimo hizo lo mismo; no había dudas… era Evelyn.
Las dos amigas se dieron un abrazo que parecía interminable. Los chicos las envolvieron en canciones y le contaron a Azucena la alegría que tenían de haber podido salir un fin de semana del hospital, para acompañar a la humanitaria doctora Evelyn Gutiérrez a reencontrase con ella.
Ninguno llegó a comprender del todo, el desborde de alegría en Azucena y Evelyn, cuando juntas corrieron a treparse al sube y baja, todavía pintado de azul.
Marta Pizzo/ 2005
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