COLOR SEPIA
El otoño está transformando el verano. Las relucientes hojas verdes se quieren parecer al sol de amarillentas pero caen derrotadas alfombrando las calles de Floresta. Crujen bajo los zapatos. Le dan a la ciudad un aire de melancólica transición.
Ayer Inés fue al supermercado para completar el aprovisionamiento del fin de semana. Por fin viernes, mañana voy a dormir, pensó, eso era toda una esperanza. Cruzó la calle.—¡Chau vecina! De un auto le gritaron saludándola.
En la esquina habían formado una montaña de ramas y hojas. La esquivó y fue entonces cuando le pareció ver algo inusual tras la basura. Apoyó las bolsas que traía en el piso y se inclinó para ver mejor. Allí abandonadas entre los deshechos había un manojo de fotos. Rotas unas cuantas, sucias por los pisotones otras. Un poco apartadas como si la gracia divina las hubiera protegido habían quedado dos pegadas sobre un cartón gris oscuro que contrastaba con los colores sepia de las imágenes. Había anochecido, Inés no las podía ver bien. Sintió curiosidad, las levantó y las guardó en su bolso.
En el ascensor subieron con ella las mellizas del cuarto piso, como siempre, parlantes e inquisidoras. Había querido mirar las fotos pero las volvió a guardar en el bolso como protegiéndolas de la luz mala. Entró al departamento. La voz de Gardel ondulaba sobre lo muebles. Se oía la ducha y a Raúl que gritaba «Por una cabeza, de un noble potrillo…’. Se sentó en una silla del comedor y puso las fotos sobre la mesa. Cuatro mujeres muy jóvenes tocaban el violín y sonreían como La Gioconda mirándola con ternura. Estaban en un patio de esos que aún conservan algunas casas de la ciudad. Las enredaderas trepaban tras sus espaldas y aunque el color estaba ausente parecía brotar perfume de los jazmines.
¡Qué notable! La moda de las boquitas pintadas en forma de corazón y los cabellos rizados enmarcando los rostros con su raya al costado, recta e impecable, las igualaba con armonía. Blusas con plastrón pollera hasta el tobillo, ojos de caramelo. Al pie se podía leer en una letra bellísima: Mar del Plata. Febrero de 1939. Una de ellas, la más alta y la más rubia estaba también en la otra fotografía; no estaba sola, Inés se detuvo asombrada en su acompañante que le pasaba el brazo sobre los hombros con gesto protector. Se le figuró escapado de la película Casablanca. El traje no podía ser de otra cosa que de franela gris. El cabello oscuro y liso sobre su cabeza de príncipe contrastaba con los ojos claros en su rotro varonil y cautivante. La chica de los rubios bucles tenía aquí una expresión más segura, más importante, más decidida.
El Choclo sonaba agudo y perspicaz. Raúl salió del baño con su bata descolorida y haciendo el ocho, se quedó como Dios lo trajo al mundo mostrando los veinte quilos de más que había conseguido. Inés sonrió volviendo a la realidad Tomó la foto para guardarla en el bolso y al volverla leyó junto a una borroneada Torre Eiffel: Guillermina y Ernesto. Paris 1941. Recuerdo de nuestra luna de miel. —¿Qué te pasa? Le preguntó a su esposo parándose para besarlo.
—Nada, estoy contento pedí dos pizzas y dos botellas de cerveza, festejemos naestro fin de semana. Inés suspiró aliviada, no tenía ganas de cocinar. Sólo se cambió los zapatos se quitó el saco. El bolso quedó en el sillón. Sonó el portero eléctrico. Cenaron mirando televisión. Raúl hacia zaping.
—Mamita! The Film Zone no se priva de nada! Dijo poniéndose de pie. Se acercó a su mujer: vamos mi vida vamos, no me digas que estás cansada. Inés sonrió y ronroneó cuando Raúl le sacó los anteojos, le sacó las hebillas y empezó a desabotonarle la camisa empujándola suavemente al dormitorio. Hicieron el amor con entusiasmo, tal vez la cerveza había ayudado.
—Guillermina! Guillermina! Inés que escribiendo poesías en la cama se asomó al balcón. Tenía el cabello lleno de cintitas enrolladas para marcar los rulos. Miró hacia el jardín y allí estaba Ernesto tirándole besos. De pronto trepé por una columna y por las ramas de una enredadera y llegando hasta donde ella estaba la tomó en sus brazos apasionadamente. Sintió que su cuerpo levitaba. La piel le cosquilleaba. El aire lo mecía sobre una alfombra voladora que los depositó sobre la cubierta de un trasatlántico. Allí se amaron con vehemencia… —No no no puedo irme así, he dejado mi violín. No importa amor mío volveremos a buscarlo volveremos a buscarlo.., volveremos a buscarlo.
Inés se despertó dando un salto en la cama. Una de las lámparas había quedado encendida y se veía a Raúl que secuencialmente hacía vibrar su labio inferior en un suave ronquido de satisfacción. Inés se levantó y fue hasta la cocina para tomar agua. Al pasar por el comedor notó con asombro que del bolso salían destellos. Se acordé de la foto color sepia, la volvió a mirar, la del príncipe, por supuesto, sintió que se acaloraba. La guardó sobresaltada porque le pareció que Guillermina levantaba un dedo acusador. Volvió al dormitorio. Raúl se había dado vuelta, la suave y escasa pelusa de su nuca estaba enmarañada Inés sonrió y se dijo: soy muy feliz, tengo la luna, no necesito alcanzar las estrellas.
Rosa de la Fuente
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